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martes, 28 de mayo de 2013

Sobre "El diseño de la ciudad" de Edmund Bacon, y la teoría del segundo hombre.

En un libro de texto de modesta tapa blanda que se enrosca sobre sí misma con los años, están escritas las principales lecciones de diseño urbano que uno puede aprenderse. Se trata de Diseño de Ciudades, de Edmund N. Bacon.1 Este libro legendario que es hoy (1997) prácticamente imposible de encontrar, y al que nunca haremos suficiente justicia, contiene en la página 108 la lección más urgente de resucitar en nuestro país urbano contemporáneo: el principio del segundo hombre.Bacon, planificador y profesor de urbanismo en Filadelfia, era especialista en graficar las ideas universales del urbanismo de una manera tan atractiva que uno, además de entenderlas, luego no puede olvidarlas. Cortos párrafos novelados salpicados de las vidas ilustres de los arquitectos que hicieron historia y bellas estampas de arquitecturas y ciudades marcadas por él en lugares claves con finos vectores de colores, eran el truco. Las lecciones, seductoras y sólidas, calaban sin dolor. Las había puesto así para que fueran usadas: el libro fue hecho como un manual certero de instrucciones. Una Mecánica Popular de la ciudad. No importa si venían del Renacimiento o de la Ilustración, de la China Imperial o de Flandes. Dublín, Estocolmo, Antwerp, París, Bath, Nancy, Roma, Barcelona, Nápoles y Venecia estaban a la mano para que las evocáramos, las invocáramos y las usáramos con toda autoridad. La urbanización de América (nuestra tarea) nos daba todos los derechos.
Así, la Toscana del Renacimiento era el alicate del libro. Y, por ende, el principio del segundo hombre. Bacon sentenciaba: “Toda obra realmente grandiosa lleva dentro de sí fuerzas seminales capaces de influenciar y desencadenar en su derredor el desarrollo.”2 Y éso fue lo que ocurrió en la página 108, quiero decir, en Florencia, en la Piazza de la Santissima Annunziata… 3
Hacia 1427 Fillippo Brunelleschi culminaba su famoso Ospedale degli Innocenti. La esbelta arcada pública ocupaba toda la fachada este de la plaza. Tánta fue la belleza y elegancia de este diseño, que su fuerza generatriz influenciaría todos los proyectos que se sucederían en la plaza durante varias generaciones, resonando como un eco en los flancos del espacio urbano. Brunelleschi aparece en escena como el “primer hombre” de esta historia.

En 1454 hubo la necesidad de construirle una nave central a la Iglesia de la SS. Annunziata. Vino entonces el primer momento crucial. ¿Cambio o continuidad? La quietud de los ligeros soportales brunelleschianos blandían la respuesta. Michelozzo, quien recibió el encargo, sucumbió ante su delicada fuerza e hizo que la nueva nave le fuera armoniosa. Luego Caccini, el arquitecto (un tercer hombre como un tercer ojo), extendió la nave central de
 Michelozzo y formó la arcada norte, a la cual lo único que le faltó para ser idéntica a la del Ospedale fueron los medallones de niños envueltos en pañales que le hiciera a éste Andrea della Robbia. La iglesia hacia 1600 aparece llena de pórticos con iguales proporciones… resolviendo el flanco norte.

El este aún quedaba por definir. Hubiera sido ésa la Caracas de los no
venta y no la Florencia del Cinquecento, y la sola idea de terminar el espacio urbano se hubiera puesto en duda. Mas ocurrió que en 1516, al comisionar el nuevo edificio frente al Ospedale, se llamó al arquitecto Antonio da Sangallo el Viejo, un discípulo de Bramante. Sangallo tuvo ante sí una gran disyuntiva: o hacía su propia obra maestra, es decir, actuando como la gran mayoría de los arquitectos contemporáneos cuando intervienen en la ciudad (1997), y optaba por otras geometrías, otros lenguajes -u otros vidrios azules-, o tomaba “la gran decisión de vencer su urgencia por la auto-expresión” y seguía, casi al pie de la letra, el glorioso diseño de Brunelleschi, que a la sazón ya contaba con ochenta y nueve años.

Sangallo escogió, y pasó de esta manera a la historia. Su edificio remata la forma de la plaza y abre en el pensamiento del Renacimiento nada menos que “el concepto del espacio creado entre varios edificios”, esa vieja ley que conmina a crear espacios públicos ponien
do a las arquitecturas de acuerdo para que éstos no sean el resultado de la anarquía. La base de la arquitectura urbana.4Y reza el Principio Baconiano: “Es el segundo hombre el que determina si la creación del primer hombre será llevada adelante o será destruida.” Vale la pena preguntarse cuántos de éstos hemos tenido en nuestras ciudades. O más bien si las nuestras son la cuna infatigable de arrogantes primeros hombres, ineptos relevistas del pasado, prometeos incansables de las formas nuevas y de los laboratorios de diseño no comprometidos. Apócrifos Brunelleschis.

Sangallo sabía por el proyecto del Belvedere en el Vaticano lo que significa el compromiso de poner a dialogar a los edificios. Y el efecto de su decisión no se hizo esperar: u
na tercera fachada, llamada desde entonces “de Sangallo”, cerró la plaza por el este. En la estructura de diseño de Florencia, la hermosa plaza de la SS. Annunziata había tomado más de tres generaciones en lograrse. Su calidad se la debemos a “la consumada expresión arquitectónica que Brunelleschi le dió a la primera obra, la arcada degli Innocenti,” pero es realmente a Caccini y “sobre todo a Sangallo a quienes les debemos su forma actual.” Ellos optaron por el“camino de la continuidad,” que no desdice de lo andado, que no destruye ni da por descontado… en donde “segundo” no querrá jamás decir “segundón.”

¿Cu
ántos de nuestros arquitectos no han sido Sangallo, por querer ser Brunelleschi? ¿Cuántos han dejado la puerta abierta en sus proyectos a lo urbano? ¿Cuántos de sus edificios tienen la calidad y el carisma suficiente para fascinar e infundir respeto para siempre? ¿Cuándo entenderemos que el único proyecto de arquitectura que realmente vale la pena, aunque lleve siglos en culminarse, es la ciudad?



 

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