El cianómetro es posiblemente uno de los artefactos más poéticos que conocemos. Tiene un objetivo: medir la intensidad y el magnetismo del azul que tiene el cielo.
Sabemos que la intensidad del azul celeste varía por factores como la humedad, las partículas sólidas en el aire y la dispersión de la luz del sol en la atmósfera. Pero pocos saben que al cambiar de altura, el azul del cielo también se transforma, se oscurece, un dato que llenó de perplejidad y asombro a Horace-Bénédict de Saussure, padre del alpinismo y la meteorología moderna, e inventor del cianómetro, un artefacto para establecer el tono de azul de la bóveda celeste.
Obsesionado con medir los fenómenos meteorológicos que lo rodeaban durante sus excursiones por las montañas europeas, Saussure (1740-1799) —geólogo, meteorólogo y alpinista suizo— inventó y mejoró varios instrumentos como el magnetómetro y el hermosamente nombrado diafanómetro, instrumento para medir la claridad de la atmósfera. En 1789, tras registrar sistemáticamente los tonos de azul en el cielo durante años, el científico desarrolló el cianómetro, un artefacto simple con forma circular que tiene 52 distintos tonos de azul (pedazos de papel teñidos por el meteorólogo con un pigmento llamado evocativamente “azul prusia”) y que comienza en el blanco y termina en el negro.
Saussure utilizó su cianómetro durante el resto de su vida y, según se sabe, el azul más profundo que registró fue uno avistado desde la cima del Montblanc, que medía 39 grados de azul en la escala del precioso aparato. Años más tarde, Alexander von Humboldt, otro asiduo usuario del cianómetro, registró un cielo de 46 grados de azul, desde la cima del volcán Chimborazo, en los Andes.
El cianómetro y su hermosa singularidad son una prueba más del poder del color azul sobre la mente humana, su emotividad y su arte. Desde la obsesión del legendario Miles Davis con crear piezas musicales que definieran todo lo que es azul en el mundo (en su legendario álbum Kind of Blue) o la atrevida hazaña de Yves Klein al inventar y nombrar su propio tono de azul, hasta el reciente y espectacular proyecto Cyanometer, del artista esloveno Martin Bricelj Baraga: un monolito que mide el tono de la esfera celeste y la calidad del aire, y cambia de color para mimetizarse con el cielo.
Tras su invención, el cianómetro cayó pronto en desuso por la poca información propiamente científica que es capaz de dar, algo que dota de poesía a su existencia. Pero la belleza de este artefacto —como la melancolía contenida en los azulísimos cianotipos de algas— radica en su invitación a apreciar aquello que, por su sutileza, no siempre notamos, a absorber la información del espacio que habitamos y que es capaz de descubrirnos universos tan simbólicos como emocionales.
Con todo y su actual desuso, este aparato sobrevive como un testigo de la poesía implícita en observar y medir el azul del cielo.
Por María González de León
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