Un chiflado con capa de mago llamado Georges Méliès acercó la Luna a la Tierra, el futuro al presente, la imaginación a la realidad, a principios del siglo XX. Amante de las sombras chinescas, de la fantasmagoría del romanticismo negro, lector voraz de las aventuras de Julio Verne, dio una lección a los hermanos Lumière con un cristal pintado de imágenes de colores. La lógica del absurdo a través de sus linternas mágicas le permitió certificar en unas 500 películas (1896-1912) que el cine podía ser algo más que registrar la realidad con el cinematógrafo. CaixaForum Madrid, con la colaboración de la Cinémathèque Française, recorre en George Méliès. La magia del cine,la historia de este hombre orquesta a través de 400 piezas —entre las que aparecen 21 filmes originales— hasta el 8 de diciembre.
'¡De lleno en el ojo!' Una recomposición del fotograma de 'Viaje a la Luna'.
En la penumbra y con la guía de una música compuesta para piano pero que se versiona en grupos de instrumentos, la visita se convierte en un rodaje en blanco y negro, un viaje mudo y extraordinario entre cachivaches lunáticos. “El cine de Méliès fue una máquina de crear sueños”, apunta Isabel Salgado, subdirectora del área cultural de CaixaForum. Hijo de un empresario del calzado, el artista comenzó por invertir la fortuna de su padre en el pequeño teatro de su gran maestro, el mago Robert-Houdin. No solo adquirió el local, sino que en el lote se incluían todos los inventos y artilugios del ilusionista. Entre cajas practicó la fantasía en sainetes y los trucajes mágicos que poco después llevaría al cine. “Un truco lleva a otro”, solía decir el cineasta. Volcó las cabezas cortadas en armarios de doble fondo —para los incrédulos, un viejo barbudo charla incesante con el visitante tras una vitrina— y la levitación de personajes y objetos de las tablas a película. “Empleando mis conocimientos especiales de ilusionismo reunidos a lo largo de 25 años de práctica en el teatro Robert-Houdin, fui introduciendo en el cinematógrafo trucos de tramoya, de mecánica, de óptica, de prestidigitación”, escribió el director. Las piruetas de Méliès abrieron la caja de Pandora de los efectos especiales que posteriormente los dueños de Hollywood: George Lucas, Steven Spielberg y Martin Scorsese, usarían en sus películas.
Pero antes de estrenarse en un nuevo oficio, tuvo que lidiar con la aparente incredulidad de sus colegas los Lumière. “Esta invención no tiene futuro”, le espetaron cuando intentó comprarles un ejemplar de cinematógrafo. Menos ducho en las tareas negociadoras que en los planes B, Méliès halló un artefacto equivalente en Londres creado por el óptico Robert William Paul. Y entonces sí, comenzó el espectáculo.
“Tenemos algo más de la mitad de su metraje recuperado, sus principales obras maestras han sobrevivido”, explica Laurent Mannoni, comisario de la muestra, investigador de la Cinémathèque. Méliès se estrenó en mayo de 1896 con La mansión del diablo y Desaparición de una dama en el Robert-Houdin. Su peculiar universo, de una velocidad extrema, donde se combinaban el terror y la risa, estaba repleto de diablos, esqueletos, fantasmas y demonios que pululaban frente a unos decorados de perspectivas forzadas. “A menudo se destaca su faceta humorística, pero su cine tiene una versión metafísica en la manera bufonesca con la que abordaba la muerte”. Georges Méliès. La magia del cine reúne los discos estroboscópicos, los dibujos estereoscópicos y las linternas mágicas con las que empezó a colorear la realidad. Una alternativa al tren llegando a la estación,leitmotiv del cine Lumière, que contó con el respaldo del público y que culminó en los estudios Montreuil, “el teatro de las poses”. Méliès recreó el Robert-Houdin en un espacio coronado por un techo de cristal de más de seis metros de altura, con camerinos, almacenes para decorados, trampas y postigos para tamizar la luz. La cueva de las maravillas —reproducida en una pequeña maqueta en la muestra— donde en 1908 llegó a filmar más de 50 películas.
“El cineasta, por el contrario, no pudo ver más de 10 de sus trabajos en pantalla grande”, relata el comisario. Suficiente dolor de cabeza le provocó Viaje a la Luna (1902). Méliès concitó a sus héroes: Julio Verne, H. G. Welles, una opereta de Offenbach, además de unos cuantos años de prestidigitación y triquiñuelas escénicas. Durante meses se encerró en su estudio, aflojando dinero para conseguir que un obús impactara en el ojo de la Luna; que la Osa Mayor tuviera el rostro de siete mujeres diferentes; y que los selenitas se convirtieran en el molde de los personajes interestelares de la historia de la ciencia ficción. En 13 minutos de proyección, o 260 metros de cinta, el artista asentó las bases del género fantástico, y engendró la cantera de los primeros candidatos a astronauta, los padres de los seguidores de Yuri Gagarin y Neil Armstrong.
Concebido como un fenómeno de la cinematografía del momento, Viaje a la Luna también inauguró la era de la piratería. Se hicieron tantas copias ilegales, especialmente en Estados Unidos, que Méliès tuvo que abrir una sucursal en el país para proteger sus derechos. Comenzaba su declive. La producción masiva de Pathé y Gaumont complicó la competencia. El cineasta empezó a compartir cartel con Ferdinand Zecca, Louis Feuillade, el español Segundo de Chomón o David W. Griffith en Estados Unidos. Y por mucho que Pathé le ayudara en la producción de sus últimos trabajos, la taquilla no hizo su parte. En 1922 llegó la venta de Montreuil. Aquel estudio acristalado, el primero concebido exclusivamente para la cinematografía, fue destruido al finalizar la II Guerra Mundial. Henri Langlois, fundador de la Cinémathèque Française, pudo visitarlo antes de que fuera derruido: “En Montreuil es donde podía comprenderse y descifrarse mejor el universo de Méliès”. “Conoció el fracaso, la pobreza y la amargura y acabó destruyendo su propio trabajo”, apostilla Mannoni. En una parábola del destino, Méliès dio con sus huesos tras el mostrador de una juguetería, en la estación de Montparnasse. Actividad menos divertida que sus ensoñaciones cinematográficas. El periodista Léon Druhot le reconoció en la estación. Aquel encuentro casual supuso su redescubrimiento, que se culminó en la gala Méliès, celebrada en 1929 en la sala Pleyel, donde pudieron proyectarse ocho de sus películas, milagrosamente recuperadas. Al cabo de tres años se retiró con Jehanne d’Alcy —su esposa desde 1925— y su nieta. Murió en París el 21 de enero de 1938. “Los restos de su legado se dispersaron por el mundo”.
Hasta que las bisnietas del cineasta se pusieron manos a la obra. Madeleine Malthête comenzó una labor de recolección que Marie-Hélène Léhérissey continuó a partir de una noche de Reyes cuando su abuelo, el hijo de Méliès, le otorgó la batuta. “Tenía 20 años y me apasionaba ese mundo mágico que mis abuelos me contaban”, recuerda Léhérissey (1948), en un perfecto español, durante la inauguración de la muestra en Madrid. Constituyeron una suerte de Asociación de Amigos y comenzaron divulgando la obra de su bisabuelo en proyecciones por el mundo. En Madrid, ha llenado el Cine Doré en tres ocasiones, aunque las medallas se las llevan los espectadores latinoamericanos con un índice de fidelidad de entre 2.000 y 4.000 personas.
Pero al margen de los récords de asistencia, la bisnieta de Méliès, heredera de su primera mujer, guarda en sus diarios unos periplos en busca y captura del patrimonio, igual de delirantes que las películas del artista. “Estábamos de gira por Bélgica y un loco, amante de las máquinas, nos invitó a su casa”, relata. Harta de ver cámaras, salió al jardín y llegó al gallinero atraída por los gritos de los pájaros. En lugar de cestas para los huevos, se encontró con cajas de películas. “Había unas cuantas de Chaplin, pero yo fui buscando las más pequeñas hasta que me encontré con un pedazo de Viaje a la Luna”. Con el descubrimiento bajo el brazo, volvió a la casa y recibió la indiferencia del tipo: “A mí solo me interesan los aparatos, quédese con la película si quiere”.
En un segundo viaje a los Países Bajos, la bisnieta recibió una llamada anónima anunciándole un arsenal de cintas de Méliès. “Al principio no me lo creí, me dijo que le había enseñado el material a una cinemateca en Bruselas y que por falta de presupuesto no se lo habían comprado”. Con la duda se presentó en un garaje y se encontró con el legado de su abuelo al lado del tubo de escape de un coche. “El tipo sabía perfectamente cuánto valían, aunque nunca se molestó en guardarlas a buen recaudo. Le pagué y me marché con mis películas”.
Léhérissey, tras unos anteojos redondos, y al lado del autómata que Martin Scorsese usó en La invención de Hugo —“Una de las mejores campañas de promoción y recuerdo a Méliès”, apunta el comisario—, recuerda también cómo la segunda esposa de su bisabuelo, una de sus actrices, con la que pasó sus últimos días en el gélido castillo de Orly, pagó a su chófer los servicios prestados con un retrato de su antecesora en el cargo, pintado por el director de cine. “Aún queda mucho por recuperar”, dice y pone un nuevo ejemplo: una colección de autómatas en manos de coleccionistas privados estadounidenses. “Los objetos van y vuelven, no tenemos más dinero, nuestro objetivo ahora es ceder para exposiciones como esta y que se siga conociendo la magia de Méliès”.
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